Escuela Taller de Bogotá: las cosas bien hechas

Patio de la Casa Venados. Foto: Jorge Bela
A pesar de la catarata de críticas que últimamente llueven sobre los sucesivos gobiernos españoles, algunas cosas si se hicieron bien. Una de ellas sin duda fue la iniciativa  de las escuelas taller, que se amplió a América Latina en los años 90, llegando a Bogotá en el año 2005. La filosofía de este proyecto era la de crear escuelas en las que se enseñara a jóvenes en riesgo de exclusión social oficios relacionados con la conservación del patrimonio histórico y cultural. De esta forma se daba una oportunidad a los jóvenes, al tiempo que se fomentaba la conservación del patrimonio.

Alberto Escovar: director de la Escuela Taller, en las obras de la Estación de la Sabana
Pero una buena idea no es nada sin una buena ejecución, y el equipo de la Fundación Escuela Taller de Bogotá, capitaneado por Alberto Escovar, ha sido todo un ejemplo. Desde sus inicios, la Escuela buscó tener financiación independiente, estrategia que ha demostrado ser plenamente certera ahora que los fondos de cooperación españoles han decrecido sustancialmente. Además, la búsqueda de independencia económica exige una gran disciplina, y un enfoque eminentemente práctico que redunda beneficiosamente en los propios planes de estudio. Los resultados están a la vista: los talleres iniciales de construcción, carpintería y cocina, se han ido consolidando y ampliando con el tiempo, y se han añadido nuevos talleres, sumamente innovadores, como el de construcción y montaje de escenografías, o con una tradición de siglos, como el de fabricación de instrumentos musicales (luthería) y de elaboración de papel artesanal. A los talleres formales hay que añadir cursos libres y certificados. Más de 400 alumnos pasan cada año por la Escuela Taller.
Fernando Roa, Jefe de Taller de Maderas, con algunos estudiantes.
Hace un par de semanas Alberto Escovar nos enseñó las instalaciones de la Escuela, que ya ocupa tres edificios: a pocas cuadras del Palacio Nariño la Casa Venados y la Casa Iregui, y, un poco más alejado del centro, un enorme edificio anexo a la Estación de la Sabana, cuya restauración acaba de concluir. Alberto es a la vez un torrente y una esponja. Un torrente en cuanto comparte su entusiasmo por el proyecto y su amplísima erudición sobre la historia y el patrimonio artístico colombianos (de la información que nos compartió ese día ha surgido más de una entrada de este blog), y una esponja en cuanto presta toda su atención a cualquier propuesta, a cualquier sugerencia que le hagas. Exponle una idea y sus ojos azules comienzan a brillar: “dígame, propóngame, hagámoslo,” en esos momentos parece que cualquier cosa es posible. Y las obras del edificio de la Estación Central son prueba tangible de que los más improbable puede hacerse realidad de la mano de Alberto, como  lo es también la reciente inauguración de la Escuela Taller de Buenaventura

Roble amargo en el taller de madera

En paralelo al crecimiento de los programas educativos, la Fundación ha seguido buscando formas de financiación, ofreciendo servicios de restauración de muebles – como las sillas del Teatro Colón—y abriendo el restaurante La Escuela o la Panadería y Cafetería ubicadas en el edificio Venados. Ahora están dando vueltas a la apertura del una tienda on-line en la que vender la artesanía de madera y de papel.

En estos tiempos bajos para España uno siente un rayito de orgullo al ver que una buena idea de mi país ha tenido tan espléndidos frutos en mi ciudad actual: Bogotá. ¡Enhorabuena a Alberto y a todo su equipo!

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