La Casa de las Ventanas Amarillas

La Casa Amarilla, Mompox. Foto: Jorge Bela
Cuando éramos niños casi cada domingo mis padres nos montaban a los cinco hermanos en su Seat 1500 familiar blanco,  y nos subían a la sierra de Madrid. A nosotros nos encantaba el plan: allí nos encontrábamos con mis primos, casi 30,  y nos divertíamos en total libertad. El viaje era, sin embargo tedioso, con tráfico intenso, paradas a tomar gasolina, trancones y otros trastornos. Cuando ya empezábamos a subir el puerto, tras una larga hora de trayecto, mi padre nos retaba sistemáticamente: “a ver quién es el primero que ve la casa con las ventanas amarillas.” Los más pequeños nos poníamos en tensión, escudriñando el horizonte y dejando temporalmente de lado el constante alboroto. Y es que en medio de la sierra se alzaba enigmática y desafiante una casa de piedra con las ventanas pintadas de amarillo. Nunca sabré qué impulsó a sus propietarios a tomar una decisión tan insólita, todavía más en los años sesenta del siglo pasado, un período nada propicio a los desafíos en la península Ibérica. La casa todavía existe, y sus ventanas están aún relucientes, como si las repintaran cada año en una confirmación constante de que no se trató de un error, ni de un capricho, sino de una decisión que los herederos de los que la tomaron han decidido mantener.

En todo esto pensaba cuando recibí las instrucciones de viaje de mi colega bloguero y escritor Richard McColl. Es el propietario de un hotel en Mompox, sabiamente regentado por su suegra Esther y su tía Carmen cuando él está ausente. De hecho, su iniciativa hotelera fue pionera en una de las ciudades más hermosas de Colombia, pero que ha dormitado aislada durante siglos, arrullada por los brazos del gran Magdalena. Del texto que me mandó, con exhaustivos detalles sobre poblaciones, desvíos, advertencias y consejos, solo presté atención a la última frase: “llega hasta  el río, y  junto a la iglesia de Santa Bárbara, la más icónica de Colombia, busca una casa amarilla, ese es mi hotel.” El viaje por tierra de Bogotá a Mompox es largo, pero a mi se me hizo corto. Cada pocos instantes imaginaba como sería la llegada al hotel, el encuentro con el río, el legendario calor de las tardes momposinas, la casa amarilla...



Las ventanas de la Casa Amarilla son negras. Se trata de una antigua y amplia casona, con un agradable patio, y tanto suites,  incluso con vistas al río, como cuartos sencillos al alcance de todos los presupuestos. Ahora descanso en su azotea mientras mi cámara dispara foto tras foto, tratando de captar no solo la belleza, sino también la atmósfera tranquila y apacible de este atardecer fluvial. Antes estuve deambulando por las callejuelas de Mompox, viendo la gente en su transitar cotidiano, con el telón de fondo del gran río de Colombia. Desde los muros que protegen a la ciudad de las crecidas, algunos pelaos dan brincos y se echan al agua, incluso se dejan arrastrar por las fuertes corrientes río abajo donde les esperan otros amigos. Nadie parece tener prisa por aquí, y mientras termino tranquilamente mi cerveza pienso que me siento en casa en el hotel Amarillo de Richard McColl.

Patio de la Casa Amarilla, Mompox. Foto: Jorge Bela



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