Mompox: manteniendo viva una artesanía centenaria


Genys Pupo. Foto: Jorge Bela Kindelan
Para el visitante casual Mompox parece dormitar abrazado por el Magdalena, el gran río de Colombia. La hermosura de sus iglesias barrocas y de sus casonas, la excelente conservación del centro colonial, y el compás pausado de sus habitantes es lo primero que llama la atención a los turistas. Muchos se van felices solo con esto tras uno o dos días de visita. Yo, sin embargo, recomiendo pasar algunos días más, conociendo mejor los rincones, acostumbrándose al clima y a los ritmos que impone en la vida de los momposinos, probando los vinos dulces con sabor a frutas exóticas. Con el tiempo, algunas cosas que no se perciben de entrada se hacen visibles, como lo intrincado de sus forjados de hierro, o la calidad de sus muebles. Se pueden ver, sobre todo las mecedoras,  cuando la gente las saca en las tardes a la calle para disfrutar de las brisas fluviales. Esto no es una casualidad, el aislamiento que ha preservado la arquitectura centenaria, también ha favorecido la pervivencia de los oficios tradicionales, que se trasmiten generación tras generación. Durante los días que he pasado en Mompox he tenido la suerte de observar el trabajo de algunos de estos artesanos, y mi amiga Ruth Asens me propuso la idea de escribir un blog sobre ellos. Con la ayuda de Carmen, encargada de la Casa Amarilla, conseguí entrevistar a algunos. Aquí comparto lo que me mostraron.

La familia Pupo ha sido herrera desde tiempo inmemorial. A Genys la tradición le viene por parte de madre. Desde niña ayudaba con el fuelle, fascinada con el color intenso de la fragua. Lejos de ser observadora indiferente, prestaba mucha atención y aprendió cada detalle del trabajo de su tío Ernesto. Entonces todo se fraguaba, ahora se usa el soldador mucho más a menudo, nos aclara. Aun no ha perdido el amor por su oficio, y se dedica a él en un taller que comparte con su hermano. Es egresada de la Escuela Taller de Mompox, y también enseñó allá durante el tiempo  en que se impartía la materia. “Lo que hacemos nosotros es igual a la filigrana, solo que a escala mucho mayor,” me dijo secándose el sudor de la frente.  Puede hacer mucho calor en una fragua en un clima ya de por sí caluroso, pero Glenys no perdió la sonrisa ni por un momento mientras duró la entrevista.

El bisabuelo de Johny Sequea ya se dedicaba a la ebanistería. Él aprendió el oficio de su padre, pero también estudió por su cuenta catálogos y revistas de muebles, fijándose en cada remate, en cada técnica empleada. Uno de sus hijos, que nos observa desde el fondo del taller, ha decidido seguir la tradición familiar y está aprendiendo el oficio. Johny conoce perfectamente las características de cada madera local, que son las mas utilizadas en por él. Escucha con atención las instrucciones de los clientes, y propone soluciones siempre cordiales, buscando nuevas si las primeras no gustaron. Trabaja como docente de la Escuela Taller, y trabaja con desmovilizados que desean aprender el oficio y continuar la tradición. Su hermoso espacio de trabajo está presidido por una gran imagen de San José trabajando mientras conversa con su hijo.

Desde lejos los hornos de ladrillos parecen monumentos de una gran civilización extinguida. Son estructuras efímeras, pues el calor va cociendo los ladrillos que los conforman, así cada final de ciclo se van renovando casi completamente. Benny Van Strahlen lo sabe mejor que nadie: se ha dedicado desde siempre a este oficio, que aprendió de su padre. No es nada sencillo: hay que saber encontrar la mejor arcilla, dejar secar los ladrillos al sol durante al menos un día, y conocer los secretos de los hornos para que se cuezan sin romperse. En tiempos de mucha demanda llega a contratar hasta 20 personas para que le ayuden.  Es imprescindible escudriñar el cielo, pues una lluvia inoportuna puede echar a perder el trabajo de varios días. Ni siquiera cortar los ladrillos es fácil, toca disolver agua en serrín y remojar los moldes antes de acercarlos al barro. Es un espectáculo ver los patrones geométricos que forman los ladrillos, de distintos colores según la fase de preparación, primero extendidos para secarse bajo el sol, luego apilados para cocerse sobre los hornos.

De los artesanos y de su buen oficio depende en gran medida la supervivencia de las tradiciones en Mompox. En estos momentos hay muchas casas en restauración, y las carteras de encargos de todos ellos están a tope. También reciben pedidos del resto del país, e incluso del extranjero. Para quien tenga tiempo, vale la pena pasar a conocer sus talleres, su trabajo. Paren un mototaxi y pregunten por Genys, Johny, Beni o cualquier otro artesano de Mompox. Les recibirán siempre con una cordial sonrisa, y los visitantes, tanto adultos como niños, sin duda acabarán no solo conociendo mejor la que quizá sea la ciudad más hermosa de Colombia, sino también a algunas de las personas que hacen posible que esa belleza exista y se mantenga.

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