Recuérdame esas historias de Magangué....


Mercedes Viñas y Alfonso de la Hoz, padres del autor del post.

Post escrito por Juan de la Hoz

Cuando era un niño en Barranquilla, mis padres hablaban de un tal Gabito, con quien habían compartido adolescencia en los pueblos polvorientos e hirvientes de la rivera del Magdalena. Las historias fantásticas que contaban de ese "pariente" excéntrico y fantasioso llenaban muchas de nuestras conversaciones vespertinas.

Algún tiempo después descubrí que no era un pariente a quienes mis padres veían de cuando en vez cuando pasaba de visita por Barranquilla, sino el más grande escritor en lengua castellana. Cuando leí Cien Años de Soledad ocurrió una revelación: muchas de las historias de la novela eran historias que describían mitológicos personajes de mi propia familia, desde el bisabuelo neura que se había encerrado en su cuarto de la cola del patio a hacer pececitos de oro, pasando por la parienta que había nacido sin lengua y estuvo encerrada en su cuarto toda su vida, hasta aquella mujer de mágica belleza que un día desapareció del patio mientras colgaba la ropa.

Ese era el mundo y las historias que contaban mis padres mientras hablaban de Gabito, el de las medias amarillas y la imaginación desmesurada. El mito se hacía realidad en mi propia casa con la presencia de mi abuela, Fernanda Atencia del Carpio, de quien con seguridad Gabito tomo prestado el nombre de uno de los personajes de Cien Años de Soledad. Mi abuela tenía una bacinilla con bisel de hoja de oro, lo que hacia aún más mágico el paralelo.

Cuenta la leyenda familiar que en la época en que mis padres y Gabito vivían en Cartagena, la casa de mis padres era refugio del joven escritor los días en que no alcanzaba a llegar a la pensión y terminaba dormido en el sofá entre parranda y parranda. En esa casa estuvo, tirado en el suelo de algún rincón y envuelto en una corbata, el manuscrito de la Hojarasca. Algunos años después, en 1955, aparece un tiraje de 4.000 ejemplares de esa, su primera novela. Mi padre lo conservo con mimo durante toda su vida y lo recibí yo como un regalo y un recuerdo de aquel "pariente" excéntrico. La última vez que se vio con mi padre, uno de esos mediodías ardientes de Barranquilla, Gabito le grito en mitad del restaurante: PRIMOOOO, con esa voz inolvidable que hacia temblar los vidrios y retumbar el caribe.

 El círculo se cerró muchos años después con una llamada repentina en Ciudad de México. Del otro lado de la línea, Gabo me decía: recuérdame esas historias de tus padres en Magangue. Que buenos tiempos...




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