Carrera Merrell de Guatavita: el mundo está loco, loco, loco…

Estado de las zapatillas tras la carrera. Foto: Jorge Bela
La mañana amaneció lluviosa y oscura: un pésimo augurio para la temida carrera Merrell de Guatavita. Abocado a la misma ante la sorprendente insistencia de mi amiga Constanza Escobar, y apartadas como malas hierbas las tentaciones de retirarme en el último momento, solo me quedaba tomar la salida y enfrentarme a los 9,5 km de distancia. Aunque muchísimo mas suave que sus hermanas mayores de 21 y 42kms -- cuyos perfiles son además mucho mas violentos -- el reto era considerable, y a la falta de entrenamiento había que sumar una opípara cena en casa de amigos la noche anterior.

Cuando llegamos a Guatavita casi milagrosamente dejó de llover, y la lluvia no volvió a hacer su aparición hasta bastante tiempo después de acabada la carrera. Junto a la meta (que también servía como arco de salida) los corredores hacían ejercicios de calentamiento bajo las instrucciones de dos atléticos jovenzuelos. “Si a penas puedo hacer estos ejercicios previos, ¿cómo voy a hacer la cerrera?”, me preguntaba en silencio. El único foco de alegría lo ponían unas enormes fuentes de fruta lista para ser distribuida entre los corredores a su llegada. El minutero avanzaba cortando como un cuchillo sobre un estado anímico que alternaba entre la impaciencia y el deseo de que la hora de la salida no llegara nunca.

Constanza Escobar y Carola Echeverry me dan ánimos antes de la salida.

Para bien o para mal, finalmente llegó. Unos 600 corredores tomamos la salida, la mayoría ataviados con la camiseta oficial, blanca y naranja. A diferencia de otras carreras, en esta nadie parecía tener mucha prisa. Corrimos unos minutos por Guatavita, y en seguida tuvimos un aperitivo del festín que nos esperaba: un pequeño repecho en el quela hierba había desaparecido, y que los corredores tenían dificultades para superar. Se observaron las primeras caídas, y las primeras manchas en ropa y calzado.

Durante la carrera. Foto: www.DeporteNET.com
Por una suave cuesta comenzamos a atacar la montaña. El camino era un barrizal, empinado y peligroso. El ritmo de la carrera disminuyó, formándose trancones puntuales. Al final de la subida prácticamente todos caminábamos. El paisaje se empezó a hacer espectacular. El embalse de Tominé se alejaba, dejando paso a enormes praderas de un color verde intenso. De pronto me di cuenta de que estábamos en plena montaña, embarrados, sufriendo y resbalándonos a cada instante, pero disfrutando de un espectáculo sin igual.

Los siguientes kilómetros transcurrieron por una carretera destapada, en un estado mucho mejor que el camino de arcilla. Comencé a confiarme. Siguiendo el flujo general, corría en plano y en las bajadas, y caminaba, a buen ritmo, en las subidas más empinadas. Un jeep pidió paso con urgencia, anunciando que llevaba una corredora enferma. Luego supimos que se trataba de la sobrina de Constanza, pero afortunadamente fue solo un ataque alérgico, que aunque potencialmente peligroso, respondió inmediatamente al tratamiento médico y todo quedó en un susto.

De pronto los organizadores anunciaron que solo quedaban dos kilómetros, y yo comencé a saborear las mieles de la llegada a meta. Pero lo que no anunciaron es que esos últimos kilómetros eran en realidad un tobogán casi vertical, de arcilla batida sobre arcilla perfectamente lisa. Los corredores intentaban agarrarse a la vegetación, pero todo era en vano: las caídas se sucedían como en una película de cine mudo. Debo aclarar que yo no llegué a caerme….

¡La medalla! Foto: Jorge Bela
Finalmente, la meta y las deliciosas frutas recién cortadas, que devoré aunque mis manos estaban llenas de arcilla. Una vez que había pasado todo, el sentimiento era de felicidad completa, y de una conexión aún mayor con las hermosas montañas de Colombia: ¡Gracias Constanza!



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