Paseando por la ciclovía.


En Bogotá hay una gran falta de espacios para el disfrute público. Entre semana, las calles están totalmente congestionadas, repletas de coches y busetas que hacen sonar sus bocinas como si cada vez que lo hicieran les regalaran mil pesos. Los peatones son tratados como enemigos a batir por todos los conductores, y las busetas expulsan columnas de humo que serían la envidia de las chimeneas del Titanic. No hay suficientes parques, y los pocos que hay no son todavía completamente seguros, a pesar de que en este sentido las cosas han mejorado considerablemente. Es el resultado de un crecimiento urbano demasiado rápido, en el que nuevas zonas se van incorporando a la ciudad mientras que las más antiguas se van abandonando, o se dejan deteriorar. En algunos casos, como el Parque de la 93, es la iniciativa vecinal la que convierte un espacio descuidado y peligroso en un parque en el que se congregan los vecinos y juegan los niños.

Ciclovía, Carrera 7ª con 84. Foto: Jorge Bela
En 1976, la Alcaldía de Bogotá institucionalizó una práctica que había comenzado un par de años antes: el cierre al tráfico de algunas calles, y su apertura para los peatones y los ciclistas. La iniciativa ha sido un éxito, ya imitado en muchas ciudades del mundo (ojalá algún día tengamos un alcalde con la valentía suficiente para hacerlo en Madrid). Todos los domingos y festivos del año, 130 kilómetros de calles en Bogotá se llenan de gente que sale a disfrutar a tope de este espacio liberado de trancones, bocinazos y malos humos. Así he podido conocer tranquilamente, montado en mi bicicleta, barrios a los que tardaría horas en llegar cualquier día entre semana. También me encanta salir a correr por la carrera séptima, llegando hasta el Parque Nacional o, cuando estoy entrenado, hasta la Plaza Bolívar (8 kilómetros separan mi casa del centro de Bogotá).

Uno nunca se aburre en la ciclovía. La ciudad está sedienta de estos espacios de convivencia, y las calles temporalmente sin tráfico siempre está llenas de todo tipo de gente: pelaos en ciclas minúsculas, ancianas que pasean de la mano, atletas que trotan a toda velocidad con sus perros, familias que enseñan a sus hijas a montar en bicicleta.  Da igual en qué parte de la ciudad estemos: en todos lados es igual. No hay vendedores ambulantes, tan solo algunos puestos donde prestan asistencia a buen precio a los ciclistas. Por todos lados se ven jóvenes que patrullan las calles con un uniforme con los colores de la alcaldía: rojo y amarillo. Prestan un servicio de vigilancia, pero también llevan un botiquín de primeros auxilios, y están bien entrenados para administrar primeros auxilios. Lo puede comprobar cuando mi amiga Francesca tuvo una caída, con heridas aparatosas pero afortunadamente superficiales: la ayuda tardó muy pocos minutos en llegar.


Ayer fue un día soleado, espectacular. La 7ª estaba abarrotada de caminantes, deportistas y ciclistas. Esa es la Bogotá tranquila y apacible, que como un sueño desaparece puntualmente con el regreso de la semana laboral. El domingo que viene, de 7 de la mañana a 2, nos vemos de nuevo en la ciclovía.



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