En el Amazonas, mejor no tocar la Rokola con las manos mojadas
“Mira, parece brócoli,” me indica Diego asomándose por la
ventanilla. Así es, la selva amazónica vista desde el avión parece una
interminable huerta en la que los brotes de brócoli cubren todo hasta donde
alcanza la vista. El vuelo es corto, a penas dos horas, pero Leticia (la
capital del departamento colombiano de Amazonas), es un mundo completamente
distinto a Bogotá. Para empezar, no hay apenas coches: tan solo un enloquecido
enjambre de motos que circulan a toda velocidad. No es raro ver a familias enteras
(padre, madre, hijos y la compra del día) en una moto. Cruzar la calle no es
ninguna broma, pero los locales parecen más divertidos que molestos ante las
torpezas de los turistas que desconocen los códigos básicos de supervivencia en
tan inusual ciudad.
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Puerto de Leticia (Foto: Jorge Bela) |
Desde mi hotel, situado en la plaza del pueblo (que recuerda
a cualquier plaza de América Latina) se tardan a penas cinco minutos en llegar
al puerto, y desde allí se hace visible un pequeño brazo del inmenso Amazonas.
No sería hasta el día siguiente, en una excursión organizada por uno de los
numerosos operadores turísticos de Leticia, que veríamos el río en toda su
extensión. Esa tarde la pasamos descansando en la piscina del hotel,
compartiendo el espacio con dos inmensas guacamayas que repetían, con una voz
sobrenatural, “corre, corre, caballero.” Por la noche nos acercamos a
Taguatinga, ya en territorio brasileño. No hay frontera (a partir de cierta
calle, Leticia se convierte en Taguatinga, y punto), pero sí que se nota una
diferencia considerable. Si en Leticia han replicado el modelo de pueblo
colonial con sus plazas y calles numeradas, en Taguatinga parecen haberse
inspirado en Sao Paulo, y las grandes avenidas se pierden en la distancia,
mientras que la apretada cuadrícula que rodea al puerto local carece de
cualquier respiro. El idioma, los olores, incluso los andares de la gente nos
recordaban a cada instante que ya no estábamos en Colombia.
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Río Amazonas. Leticia, Colombia. |
Al día siguiente la barca nos esperaba en el muelle de
Leticia. Tras una corta navegación, llegamos al cauce principal del río. En la
otra orilla: Perú. Nuestro primer destino fue un lugar donde habitualmente se
congregan los delfines rosados. Allí nos esperaban puntualmente, y entre todos
los turistas reinaba la excitación y el regocijo al ver a estas extrañas –y
feas, todo hay que decirlo—criaturas. Intenté sacar alguna fotografía de sus
piruetas, pero no lo conseguí: tan solo logré captar sus lomos traviesos.
Cuando ya el espectáculo se hizo aburrido, seguimos río arriba hacia un poblado
indígena, donde nos obsequiaron con un baile folclórico participativo.
Finalmente, subimos por un afluente de aguas negras, hasta un remanso de una
belleza sobrecogedora.
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Río Amazonas. Leticia, Colombia. |
El Amazonas fluye lentamente. Nada hace recordar sus
violentos orígenes en las descomunales cordilleras andinas. En los llanos va
recogiendo el agua de las constantes lluvias tropicales, que se suma al caudal
original nacido en las cumbres heladas. Dicen que las aguas de origen montañoso
son las claras, mientras que aquellas de origen selvático tienen el inconfundible
color negro. Leticia está a penas a noventa metros sobre el nivel del mar, pero
más de tres mil kilómetros la separan de Belén, desembocadura del río. El
lentísimo caudal se ensancha docenas e kilómetros en época de lluvias, y se
retira en las temporadas secas. El agua que tocamos durante nuestra excursión
aún tardará semanas en llegar al lejano mar Atlántico. Nada parece tener prisa
en Leticia.
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Los peligros del Amazonas |
De vuelta al hotel, un leve almuerzo en la piscina. Nos
llama la atención el cartel: “Por favor, no tocar la Rokola con las manos
mojadas.” Con la humedad ambiental y la constante amenaza de tormentas, no
parece buena idea tocar la Rokola en ningún caso. Un último paseo por la plaza,
y escuchamos el estruendo de miles de cotorras que llegaban a su lugar de
descanso: los árboles del parque. Ya de noche, mucho después de que cesara el
último aleteo, las cotorras seguían chillando con la misma fuerza.
Probablemente se contaban qué habían hecho durante el día, qué habían visto en
la selva, qué habían comido, y qué planes tenían para el día siguiente. Sin
embargo, los excrementos caían de forma incesante de los árboles, y no
hacia aconsejable permanecer mucho tiempo escuchando tan interesantes
historias. Mejor escapar cuanto antes. Rumbo al hotel, en la esquina, encontramos un animado bar en el que se
escuchan rancheras. El lugar perfecto para tomar una cerveza y disfrutar de las templadas noches amazónicas.
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Río Amazonas. Leticia, Colombia. |
Jorge, enhorabuena por tu blog.Me da alegría ver que Colombia sale de su pena, al menos en esperanza próxima.Yo estuve allí en los años de plomo, y era terrible.Se merecen lo mejor.
ResponderEliminar¡Gracias Magui! ¡El mejor cumplido es que me sigas leyendo!
EliminarSimplemente espectacular...
ResponderEliminarGracias por mostrar esos rincones de Colombia tan olvidados y tan hermosos a la vez.
Un saludo cariñoso de esta colombo-española.